El Valle de la Tierra era una zona remota, lejos de ciudades, sin zonas de campamento ni caminos de senderismo. Para los pocos habitantes de la zona, el día comenzó con la calma habitual. Como todas las mañana, los lengüetazos de Luna la despertaron apenas salió el sol. Bebió un café sentada en la puerta de la cabaña mientras la perrita comía sus croquetas. Aunque su trabajo era solitario, ser guardaparques tenía una gran ventaja: nadie la molestaba mientras desayunaba. La ambigüedad del silencio y los sonidos de la naturaleza, los primeros rayos de sol y la resaca de humedad dejada por el rocío le impregnaban el cuerpo y le recordaban a Gaia que allí, aislada entre paisajes salvajes, es donde pertenecía.  

El trabajo de hoy era rutinario: volver a comprobar el estado del agua. Como de costumbre, las radios no funcionaban, por lo que no había nuevas instrucciones y las denuncias de desechos tóxicos seguían llegando. Ojalá sea la última, pensaba cada vez que sucedía. Últimamente la contaminación de las ciudades estaba llegando a las montañas.

Mientras medía el pH del agua con una tira reactiva, escuchó un sonido lejano. No desvió su atención de la prueba hasta que Luna comenzó a ladrar desesperadamente y el sonido comenzó a hacerse más fuerte. Sacó la tira del agua y se dio vuelta bruscamente para entender lo que estaba sucediendo. Era Gari, su colega vecino. Qué extraño, él nunca suele venir de visitas. Estaba corriendo a toda velocidad hacia ella, con la mirada fija y murmurando algo por lo bajo.

—¡Gaia, vámonos! —gritó Gari, jadeante.

—¿Qué pasa? Estoy en medio de algo, ¿es muy urgente?

—No hay tiempo. No funcionan las radios, ni los teléfonos, nada. Todo colapsó —respondió seriamente y se desplomó en el suelo.

—Es lo mismo de siempre, tampoco es que nos afecte mucho eso… —indicó Gaia, mirando la tira que aún tenía en la mano.

Gari la miró a los ojos, desesperado. 

—¡No estás entendiendo! No es igual. Parece que esta vez la gente no recuerda cómo encender una radio ni una linterna ni sus móviles. Es como si se hubiera borrado de sus mentes. Y están entrando en pánico. Se atacan entre ellos, saquean y pelean por comida ¡Es una locura!

Gaia se sentía escéptica. Los últimos años los “apagones generales”, como le llamaban en las noticias, eran moneda corriente. Ciudades enteras quedaban a oscuras durante horas o incluso días debido a la sobreexplotación de la red eléctrica. Eran cada vez más frecuentes y duraban más tiempo. Había protestas, pero al final siempre había una solución, aunque cada vez más precaria. 

—Eso no tiene sentido, Gari. La gente no olvida cómo usar las cosas así de la nada —reconoció, buscando una explicación razonable. 

Gari, aún respirando con dificultad, la miraba fijamente.

—Voy a buscar a mi familia antes de que esto empeore. Suerte, Gaia.

Con esas palabras, dio media vuelta y salió corriendo. La tira se deslizó de la mano de Gaia, y Luna comenzó a gemir y saltar a su alrededor eufóricamente. Estará bien, él conoce el bosque.
—Vamos a casa, hoy volvemos temprano —llamó a Luna mientras guardaba sus cosas, y decidió que era mejor quedarse dentro hasta tener más noticias, o que las radios vuelvan a funcionar.

Durante el camino, Gaia intentaba no perder su característica serenidad. Algo cambió. Aunque no quería creerlo, la imagen de Gari y su mirada aterrada la perseguían. Él nunca se había preocupado por los apagones, era un hombre mayor y con mucha experiencia, su actitud era indicio de que algo grave estaba sucediendo. 

Todo lo que la rodeaba la hacía sentir en casa. Por momentos, tenía la sensación de que los árboles podían escuchar sus pensamientos. Como si cada partícula de la madera estuviera diseñada para entender sus emociones. Este es mi hogar, el colapso, real o no, no me afecta.

Luna seguía firmemente a su lado. Cuando estaban llegando a la cabaña, se detuvo unos metros antes. 

—Vamos, Luna, no hay tiempo ahora.

Pero Luna no se movía. Miraba hacia arriba fijamente la casa y temblaba. La chimenea estaba encendida. Se acercó sigilosamente hacia la parte de atrás y vio que había un auto estacionado. No era de ningún conocido, tampoco tenía ninguna identificación o insignia. Fue hasta la ventana de la cocina y se asomó, no pudo distinguir muy bien, pero vio que había gente dentro de su casa, comiendo su comida y usando su abrigo. Dispuesta a entrar a averiguar de qué se trataba todo eso un pensamiento la detuvo. No es tu guerra, hora de irse

Entró al sótano desde la entrada exterior y tomó una mochila que tenía preparada para casos extremos con provisiones y un arma. La cargó y la guardó, deseando no tener que usarla nunca. Sin perder más tiempo allí, salió corriendo con Luna, que la estaba esperando silenciosamente donde se había detenido. Así ambas se dieron media vuelta perdiéndose en la penumbra del bosque. 

Cuanto más se adentraba, más perdía la noción del tiempo. No se detenía, paraba ocasionalmente a beber agua y recuperar energías antes de seguir corriendo. Al cabo de dos días, decidió que ya estaba lo suficientemente alejada de la civilización para dormir una noche segura. Necesitaba tiempo para pensar y Luna para descansar.

Estoy bien, estoy donde pertenezco. A su alrededor había árboles, musgo y hojas caídas.  Se sentó con la espalda apoyada en una roca y contempló la quietud a su alrededor. Una suave brisa le enfriaba la cara sudada. Cerró los ojos un momento.  

—¿Hola? 

Era una voz aguda y temblorosa. Abrió los ojos rápidamente, frente suyo estaba una mujer joven que se le acercaba sigilosamente. 

—Ayúdame, por favor —agregó, mientras se tiraba al suelo y se apoyaba sobre las rodillas de Gaia.

Se quedó inmóvil. Luna la miraba con recelo. Podemos confiar en ella. Extendió la mano para acariciarla, y la canina se relajó, recostándose a su lado. 

—Empecemos por el principio, ¿cómo es tu nombre? Yo soy Gaia.

—Narnyx, o así me decían —titubueó la joven, calmándose un poco al oír su voz. Gaia no entendió a qué se refería—. Pero mi nombre real es Nara.

—Nara, ¿cómo llegaste hasta aquí?

Le contó todo. Nadie sabía qué había sucedido ni recordaba cómo usar la tecnología. Algunos culpaban a los gobiernos, otros a las grandes corporaciones. Se había desatado una guerra y nadie tenía idea por qué luchaban. Nara había escapado de su familia abusiva cuando comenzó el colapso, uniéndose a unos rebeldes que prometían llevarla a una vida mejor en las montañas, lejos del caos. Al llegar al Valle, su grupo comenzó a saquearlo, justificando que la gente de la zona sabía cómo arreglárselas en la naturaleza, mientras que ellos no.

—Cuando entendí lo que estaba sucediendo, huí. No quería ser parte de esto —finalizó su relato entre lágrimas—. Ya no sé ni quién soy ni qué hago aquí. 

Todo comenzaba a tomar forma. Gaia recordó a Gari una vez más y comprendió su miedo. No había vuelta atrás; aunque la electricidad volviera a funcionar, nadie sabría cómo usarla. En un mundo donde todo estaba construido sobre la tecnología, ese olvido era un abismo en la identidad de la humanidad. 

La vulnerabilidad de Nara conmovía a Gaia. Ya comenzaba a oscurecer y no podía dejarla a su suerte. Al final, ella era la guardaparques y su deber era cuidar y proteger la zona.

—Ahora estás a salvo. El bosque nos va a cuidar, este es tu hogar. Toma, usa esto —le dijo, ofreciédnole su abrigo—. Yo te voy a cuidar.

—Gracias —respondió Nara secándose las lágrimas—. ¿Cuál es tu historia? 

—Nada muy especial. Soy de por aquí —le comentó desinteresadamente, acomodándose en la roca y relajándose. Nara y Luna la siguieron, y así, las tres se durmieron profundamente, rodeadas por el sosiego de la noche.

Se despertó en medio de la noche. Luna y Nara aún dormían, y al mirarlas, pensó que juntas formarían un gran equipo. A lo lejos, distinguió un destello de luz que se filtraba entre las copas de los árboles. Se acercó y miró hacia arriba. Gaia… Ya es hora… 

Se acostó en la tierra, húmeda y fría como su piel, y dio un gran respiro. Se dejó sumergir: sus brazos y piernas se fundían con el suelo y sus venas se entrelazaban con las raíces. Su cabeza se envolvía en los pensamientos de los árboles. Su respiración se ralentizaba y su cuerpo, por fin, estaba donde pertenecía. De repente, lo entendió todo. 

Solo quedaba el mundo natural, crudo y salvaje, como la propia naturaleza humana. No había vuelta atrás. Sin conocimientos, completamente desconectados de lo artificial, ahora quedaba empezar de nuevo. 

Algunos decían que el colapso había ocurrido por error humano, por la codicia. Se peleaban entre ellos buscando culpables. No entendían, todos fueron cómplices. Todos me quisieron arruinar. Soy la tierra, el origen y el fin. Puedo dar y puedo quitar.

Esto no es una venganza, es el inicio de una nueva vida.