El día estaba oscuro. No era la primera vez. Cada mañana el sol brillaba un poco menos. Me desperté a primera hora. Tampoco era la primera vez. El insomnio no me dejaba en paz. Aún estaba en la cama, con los ojos cerrados, cuando el gato vino a pedir comida. Le había dado la noche anterior, es decir, unas pocas horas atrás. Pero su pedido era más bien una muestra de poder que de hambre. No sabía lo que era tener hambre real. De hecho, no sabía nada del mundo real y su funcionamiento. Era un pequeño ser confinado en una habitación de unos pocos metros por el resto de su vida. Allí dentro transcurría todo su mundo. Se me acercó más, ronroneando, a olfatearme la cara, la única parte de mi cuerpo que estaba fuera de la manta. Sentí su nariz húmeda y rugosa como se paseaba por toda mi frente. Su ronroneo se hizo más intenso y comenzó a maullar. Logró su cometido, abrí los ojos. 

Una textura gris borrosa estaba frente mío. Podía sentir su pelaje rozándome el cuello y parte de la mejilla izquierda. Seguía maullando, pero ahora también me tocaba con su patita. Quería que me levantara, pero eso no iba a suceder pronto. El insomnio crónico era como un parásito infiltrado en mi cerebro que no me dejaba actuar. Saqué una mano de abajo de la manta y lo comencé a acariciar. Le rasqué la cabeza y luego el lomo. Eso lo calmaba un poco y a mí me daba unos minutos más de agonía en la cama. 

Me incorporé, sentándome, aún tapada. Oliver estaba hecho una bolita al lado mío. Desde arriba, parecía un almohadón de peluche gris con manchas blancas. Sin moverme, levanté las cortinas y dejé que la ciudad formara parte del paisaje de mi apartamento. Me encandilé por unos segundos por el destello de todas las luces artificiales que provenían de afuera. Dentro, seguíamos a oscuras. El pelaje gris de Oliver se tornó levemente azulado y brillante. Ni se inmutó.

Desde el ventanal, se veía gran parte de la metrópolis. Miles de edificios, uno al lado del otro, casi superpuestos, coexistían como parte de un gran entramado que tenía entidad propia. La ciudad era una cosa por sí sola. En cada edificio, había tantas ventanas que no las podía contar. Cada una de ellas emitía una luz diferente. Algunas tenían patrones rítmicos, otras eran de colores y otras eran simplemente aleatorias en color, textura y frecuencia. Procuraba no mirarlas por mucho tiempo. Algo no me daba confianza. 

Aunque hoy se había tomado el día, el gato podía pasarse horas observando por la ventana las luces y todo el movimiento citadino. Eso lo mantenía anclado a estas cuatro paredes; su mundo parecía un poco más grande desde el piso 314. Lo que más le gustaba era ver los autos que pasaban deslizándose, subiendo y bajando, a toda hora. La última reglamentación había estipulado que únicamente podrían circular vehículos de propulsión desde el piso 150 para arriba. Había habido muchos accidentes en El Fondo y se estaba saliendo de control lo que ocurría allí abajo. 

Los domingos eran los días más tranquilos, al no haber correo o transporte público, no podía ver muchos autos. Y por eso mismo, los poseedores de vehículos de lujo salían a lucirlos. En parte, observarlos y soñar con tener uno de esos mantenía mi cordura. Me hacía consciente de que alguien como yo jamás podría acceder a algo así. Oliver seguía durmiendo a mi lado. Yo me quedé mirando un auto que pasaba cerca, no recordaba el nombre. No era de diseño muy elegante, era metalizado de tonos violáceos y azules, con una cabina completamente transparente y un motor de plutonio, lo que lo hacía uno de los autos más rápidos de la ciudad.  

Me imaginaba conduciéndolo, aunque no tenía licencia para salir, navegando la ciudad y yendo más allá. Descubriendo el mundo, si es que existía algo. El auto estaba más cerca y pude ver a la persona que lo conducía. Era una mujer. Ella sí era elegante. Vestía de negro, su cabello oscuro y denso caía por debajo de sus hombros y su expresión estaba oculta atrás de unas gafas negras rectangulares que combinaban con su seriedad. Se estaba acercando al ventanal. No recordaba la última vez que había interactuado con otro ser humano en vivo. Estaba a unos cincuenta metros. La emoción me hizo jurar que en ese momento hicimos contacto visual, pero se desvaneció rápidamente cuando giró en U y aceleró a toda la velocidad hacia la profundidad de la ciudad. 

Ante mi fallido entusiasmo, Oliver reacomodó su postura, dándome a entender que lo estaba perturbando. Se olvidó rápido, pero yo no. Me quedé contemplando la ciudad y añorando un presente inexistente. Me perdí en mis pensamientos y suavemente mi mirada pasó de la estridencia de la ciudad al cristal que tenía enfrente. Allí pude ver el reflejo de mi cara, pálida, demacrada por la falta de sueño y mi cabello, opaco, rosado, despeinado, que escondía la melancolía que vivía en mi interior. Suspiré y me volví a acostar, pero esta vez la que se hizo bolita fui yo.

El sueño me devolvió a la vigilia de un parpadeo, me desperté unas cuantas horas más tarde. Oliver aún seguía acostado a mi lado, durmiendo plácidamente. A pesar de ya ser de tarde, la ciudad se veía igual. Solo quienes vivían más allá, podían ver el sol directamente. Para el resto, todo era siempre más de lo mismo. Me quedé un rato en la cama acariciando a Oliver. Cuando notó que me había despertado comenzó a ronronear y rápidamente se paró y comenzó a dar vueltas por la cama para llamar mi atención. 

Finalmente, me levanté y encendí las luces de mi apartamento. Me paré en el medio, contemplando las cuatro oscuras paredes que nos rodeaban. No había mucho más que la cama y el ventanal. Tenía lo básico: una ducha sónica portátil, un materializador de alimentos instantáneos y una computadora sensorial para hacer mi trabajo. Además, algunos objetos personales desparramados y un Surco estándar para la adquisición de productos. Aún no había ahorrado lo suficiente para comprar una puerta para salir al exterior. El alimento de Oliver era excesivamente caro. Pero no lo lamentaba, apreciaba su compañía. 

Volví a la realidad cuando sentí el pelaje de Oliver rozándome las piernas. 

Está bien, ahora te doy comida me sorprendí hablando en voz alta. Hacía meses que eso no sucedía. 

 


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