Anoche viajé en el tiempo. Esta vez a un momento y lugar nuevos, nunca había estado allí y, aún así, una nostalgia desgarradora me invadió todo el cuerpo, como si se tratase del olor al habitáculo de mi infancia o el gusto a quemado a las tostadas con manteca de mi papá. 

Comenzó al despertar. Estaba tumbada sobre lo que supongo que era un colchón de césped, podía sentir la humedad de la tierra en mi espalda y piernas mientras mi cara y la piel que se asomaba de mi vestido se bañaban con el calor de la luz solar. Mis pies jugaban con alguna vegetación seca que me rodeaba y disfrutaba escuchando el crujir de las hojas que se entremezclaban con los cantos de los, creo yo, pájaros. La estrella que irradiaba mi cuerpo estaba cerca, tanto que mi cuerpo comenzó a segregar un líquido salado por los poros con el fin de regular su temperatura. Ahora podía sentir las telas que estaban en contacto conmigo, húmedas y calientes, pero no me molestaba, había pasado mucho tiempo desde la última vez que había experimentado el calor. 

Cerca mío había una especie de estructura de grandes dimensiones, al menos en lo que concierne a la altura. Por momentos, de forma intermitente, percibía una suave brisa que era acompañada de un bloqueo parcial de la luz solar. Dada la naturaleza de este fenómeno y la aleatoriedad de sus características, cabía suponer que esa estructura se trataba de un árbol y que lo que me cubría por momentos eran sus hojas que se movían en relación al viento. Todo eso lo sabía porque había estado estudiando los fenómenos físicos arcaicos con el fin de comprender mejor estas experiencias. En el mundo del presente, no existe tal cosa como los árboles o el viento. 

Estaba muy feliz. Era muy feliz en cada uno de esos viajes. De pronto, comencé a escuchar un sonido muy peculiar a la vez que sentía como ciertos músculos se contraían, ayer por primera vez desguté el reír, si es que eso era una risa. Mis ojos lagrimeaban y rebalsaban de emoción, sentía unas ganas incontrolables de abrirlos, levantarme, admirar el paisaje, correr por todo el prado a la par de los animales y sentir el mundo en mis pies. Pero sabía que si lo hacía, sería el fin. 

Ellos actúan así. Los dioses, como los nombran algunos, los aliens, para otros. Te llevan a cualquier sitio, en cualquier momento, pero el precio a pagar es la parálisis. La experiencia se extiende lo que te dure la quietud y la ceguera. Algunos dicen que no te permiten abrir los ojos ni moverte porque ellos no tienen esa capacidad y, por ende, no saben cómo hacerlo con nosotros. Los más creyentes, contradicen esta teoría asegurando que son seres omnipotentes y que todo lo que hacen o no, es parte de un plan mayor. En esta línea, la justificación versa sobre un supuesto castigo a la humanidad por abusar del sentido de la visión y atrofiar evolutivamente el resto de nuestra capacidad sensorial. 

Yo no sé qué creo y tampoco me lo cuestiono tanto, estoy agradecida de que me hayan elegido. Era una niña aún cuando, mientras miraba por la ventana de nuestro habitáculo, vi una luz blanca con un leve tono anaranjado del tamaño de mi pupilas al otro lado del vidrio. Primero pensé que era un insecto que merodeaba en el exterior y, emocionada por ver otra forma de vida, salí rápido para intentar agarrarlo. En un parpadeo, estaba nuevamente dentro escuchando un sermón de mi papá por salir sin máscara. Y sin mi nuevo amigo. 

No fue hasta esa noche que el encuentro se concretó. Cuando me fui a la cama, volvió. Esta vez, era un poquito más grande y su tono era violáceo, mi color favorito. Mi papá se había dormido temprano, el trabajo en los campos de alimentos artificiales era muy arduo y las jornadas eran cada vez más largas. El silencio reinaba en el habitáculo y solo estaba iluminado por el led rojo de seguridad que cubría el techo. La luz se acercó muy lentamente a mí, parecía avanzar sigilosamente como si no quisiera perturbarme o angustiarme, sentía que me cuidaba como si nos conocieramos, como si de alguna manera, me quisiera. Así, suavemente, se posicionó en mi entrecejo y muy lentamente atravesó mi frente hasta llegar al centro de mi cerebro. Y allí se quedó. Allí nos quedamos.  

No tuve opción. Nadie la tiene y, considerando el mundo presente en el que vivimos, tampoco quieren renunciar a ello. La relación con las luces es simbiótica y única. Se comunican a través de nuestras redes neuronales haciéndose partícipes de nuestro pensamiento. Al principio es fácil distinguir qué es de una y qué es de la luz, sin embargo, con el paso del tiempo esa línea se vuelve muy fina y casi imperceptible.  

Mi memoria sigue en el prado, acostada con mi vestido empapado en sudor, disfrutando la luz del sol y mi propia risa. No quería volver, hoy particularmente no. Al abrir los ojos, todas las sensaciones se desvanecieron en un instante, mi piel estaba seca, estaba vestida de pies a cabeza con ropa de seguridad y yacía sobre una cama de metal, que en el pasado había sido una camilla quirúrgica a la cual le tenía mucho afecto porque la había robado mi papá a los altos mandos luego de la segunda inundación de radiación en donde perdimos lo poco que teníamos.

Me levanté. No había nadie más. En mis casi veinte años, era mi primer día sola en el habitáculo. El día de la extinción le había llegado, estoy segura que él lo sabía pero no había dicho nada. Deseé poder llorar y sentir tristeza y desolación, como los humanos del pasado, pero tuve que conformarme con unas tostadas con manteca. 

Ahora es de noche nuevamente. No sé si estoy despierta o soñando, pero veo una luz. Es hermosa, esta vez es verde, el color favorito de papá. 

Esta transcripción se encontró en un transimisor perdido entre las ruinas del ex-planeta 33456-A. Especie desconocida.