Se despertó agitado. Intentó salir volando de su cama pero no pudo. Su cuerpo estaba más pesado que de costumbre, en especial su cabeza. Otra vez se había olvidado. Se sentó al borde de la cama, estaba con náuseas y desorientado, todo le daba vueltas. “¿Habré sido víctima de envenenamiento? Al menos no lo lograron”, pensó. 

Mientras se frotaba los ojos para lograr abrirlos del todo, divisó, cerca suyo, una botella rectangular de vidrio que contenía apenas unas gotas de un espeso líquido verde. La tomó y la examinó de cerca. No tenía etiquetas, ni grabados, ni nada que le diera una pista de qué podía ser eso. La abrió y su fuerte olor le incrementó las náuseas y lo hizo sentir mucho peor. Se fue corriendo al baño a vomitar. 

Cuando se fue a lavar la boca y la cara, descubrió que el antídoto para ese jarabe tóxico era el agua. El agua era una sustancia incolora e insabora que los humanos necesitaban para sobrevivir y debía beberla todos los días a cada rato, sino podrían sufrir graves consecuencias. Luego de beber aproxiamandamente un litro de agua del grifo, levantó su cuerpo y se vio por primera vez al espejo. 

Era un hombre de unos cuarenta años humanos, de tez clara, desgastada y arrugada, ojos azul profundo y algo de cabello. Su mirada le evocaba tristeza y desasosiego. Su cuerpo se sentía fuerte, pero su mente era como navegar en un mar tormentoso y solitario en dónde no existía la tierra firme. 

Miro a su alrededor, vivía entre cuatro húmedas paredes. Había una cama, una cocina repleta de paquetes de comida chatarra y vajilla sin lavar y muchas cosas esparcidas por todo el piso. Principalmente, ropa, más paquetes de snacks, cigarrillos, microchips, cables y botellas vacías. Se asemejaba más a un basurero que a un hogar. Pero su entendimiento en vida terrestre no era tan vasta como para determinar lo que era un hogar. 

En un rincón del cúbiculo ese en el que vivía, se encontraba una diminuta ventana reforzada con barrotes de hierro. Se asomó en puntas de pie y únicamente alcanzó a divisar un transporte volador, humo y algunos edificios lejanos. El lugar apestaba, así que intentó abrir la ventana pero estaba muy dura, solo pudo empujarla un milímetro. Instantánemanete, se disparó una alarma que vociferaba: “Alerta, contaminación, por favor colocarse máscaras antipolución”. Acto seguido, su sistema respiratorio comenzó a fallar y se comenzó a sentir más mareado que antes. 

De pronto, tumabron la puerta y entraron unos seres uniformados. Medían más que el promedio humano y tenían tres extremidades superiores de cada lado. No podía determinar si eran orgánicas o biónicas ya que estaban cubiertos completamente, ni un rastro de piel era visible. Se acercaron a la ventana, la cerraron y la sellaron fundiendo un metal directamente en la abertura. Todo pasó en unos segundos y antes de irse se acercaron y le dijeron en un tono robótico: 

– Multa por contaminación del edificio 45 mil sxlos y retención de 2 tanques de oxigeno. No olvide usar la máscara dentro de su habitación por la próxima hora hasta que el proceso de descontaminación haya concluido. 

Y así sin más, desaparecieron. Se puso desesperadamente a buscar esa máscara. Estaba bajo la cama. Era vieja y dudaba de su funcionamiento pero se la colocó igual. Al fin y al cabo tendría que permanecer allí por unas horas más. Se volvió a sentar al borde de la cama para relajarse un poco después ese caótico episodio. 

Los últimos cuerpos que había habitado habían sido muy amenos y tranquilos. Era la primera vez que le tocaba convivir con un ser tan descarrilado. Le daba un poco de miedo, pero a su vez le fascinaba. Se dispuso a buscar información sobre su contexto pero no encontró ninguno de los medios de comunicación predilectos de los humanos. Ni papel ni pantallas. Buscó exhaustivamente, pero había algo que se estaba pasando por alto. Evidentemente, se encontraba en algún punto de la línea temporal que aún no había explorado y probablemente la cognición humana era distinta a la que conocía hasta el momento.

Ring. Ring. Ring. Algo empezó a sonar. Muy fuerte. Tan fuerte que sentía que salía de adentro suyo. Y efectivamente eso era lo que sucedía. El ring siguió pero no podía inferir cómo actuar o qué hacer con ello. De pronto, se puso todo negro, no podía ver nada, se sentía como si estuviera en un sueño. Una voz de mujer se manifesto. Se oía un poco enojada. 

– Disculpame que me meta en tu conciencia, pero no me respondías y me estabas preocupando. Ahora que veo que estás bien, ¿dónde estás? Estás a un tubo de oxígeno de perder este trabajo. Es la última vez que te cubro, no puede ser que siempre…

El dolor de cabeza comenzó a incrementarse, su sistema sináptico no podía tolerar este tipo de comunicación. El corpóreo retomó su consciencia y estaba creando pensamientos. Estaba a punto de ser descubierto y, peor aún, de quedar fusionado por siempre en ese cuerpo. No se podía arriesgar a tanto, ejecutó la secuencia de auxilio e indujo el auto desmayo de emergencia.

Un baldazo de agua la despertó, aún seguía encadenada a la fábrica. 

– ¿Estás bien? Te quedaste dormida, es normal después de tantas horas. Si querés seguir durmiendo apoyate en mi hombro, yo te cubro.

Una mujer, que también estaba atada, le estaba dando soporte moral. Ella era, ahora, una activista a favor de la preservación de los océanos. Su mente era mucho más clara y despierta, era posible leerla de forma más fluida. Tenía mucha información, muchos estudios, muchos años dedicados a la ecología. Aún se podía respirar el aire, así que supuso que ahora se encontraba en un punto anterior. El cielo era azul y no había humo, ni autos voladores, ni seres con seis brazos. 

Estaba atada por un pie y una mano a una fábrica textil que desechaba productos tóxicos al mar. Estaba convencida de lo que hacía, al punto que era capaz de sacrificarse por esa causa. Esto le sorprendió, había experimentado lo que era tener una hija en otro cuerpo y pensaba que era la única forma de amor por la cual un humano era capaz de apagarse por su propia voluntad. Pero se había equivocado, la naturaleza que los contenía era importante para algunos de ellos. Se lamentó al darse cuenta que en el futuro las cosas no iban a ser tan agradables.

Hacía mucho frío y no tenía muchas ropas. Sentía hambre, sed y sueño. Pero no quería dormirse porque le gustaba mucho estar con ella. Ser ella. Se sentía motivada y enérgica. Algo empezó a vibrar en su pantalón. Lo sacó, era un teléfono inteligente, éstos ya los conocía. Tenía dos notificaciones. La primera, era algo sobre una noticia de un torneo mundial de una disciplina terrestre llamada fútbol. La segunda, un mensaje de texto que decía: “Volvé a casa. Me estoy preocupando”. No le prestó mucha atención, necesitaba enfocarse en su objetivo. 

La mente en la que estaba era muy fuerte. Al punto que se comenzó a compenetrar con el cuerpo. Sentía que era su causa. Se quería quedar allí por siempre, pero sabía que al dormirse iba a aparecer en otro humano. Eso no era negociable, no se podían arriesgar a que el humano en cuestión los descubra o sospeche, tampoco podían crear tantos baches en la memoria o hacer sospechar a sus allegados. 

Su anhelo no duró mucho. Al rato, llegaron unos autos con unas personas que, tras mostrar un papel, cortaron las cadenas, tomaron a todos y les ataron las manos por detrás de la espalda para así subirlas a una camioneta. Una vez arriba, la obligaron a ingerir una pastilla. Se lamentó de no poder saber cómo iba a concluir esa historia. 

Se despertó en un nuevo cuerpo. Y luego en otro. Y en otro. Nunca se repetían ni se conocían entre sí. Y así pasaron los años. Así lo había echo durante los últimos ochenta  y tres años terrestres. Experimentó lo que era ser un neonato, un ser recién llegado al mundo libre de las ataduras de la cognición y las regulaciones sociales. Fue un infante explorador, degustó sabores y emociones, agradables y desagradables. Vivió la adolescencia, estado en dónde las hormonas gobiernan el cuerpo y la conducta. Se convirtió en adulto y adulta, madre y padre, funcional y rebelde. Pasó por todas las experiencias habidas y por haber en la vida humana. 

Y ahora estaba allí sentada en una hamaca de madera que rechinaba. Lo sentía. Lo sabía. Este era su último cuerpo. No tenía certezas ni podía tenerlas, pero si algo había desarrollado en ese tiempo era su intuición. Miraba por la ventana, con la quietud y paciencia de una anciana. Había colocado una bandeja de galletas en el horno y mientras esperaba que se cocinen simplemente se mecía, pensando, reflexionando sobre el fin de su vida humana.  

El cuerpo lo sentía deteriorado y cansado. Para un humano, ochenta años era mucho tiempo, pero la MMIE le reprensentaba solo un instante o quizás dos. 

Aquí hacemos una intervención especial para la ampliación y enriquecimiento de este relato – 

 La migración mental intra especie era (o es) obligatoria en el planeta Kion. Es lo que representa, en terminología humana, el paso de la pubertad a la adultez. Cada ser que resida en el él debe pasar por esta práctica. Consiste en atravesar y experimentar el ciclo de vida de otra especie en su cuerpo, desde el nacimiento a la muerte. Una vez que concluye este lapso, puede volver a habitar su planeta. 

Los kionsinos son omniscientes pero no tienen cuerpo físico. Tienen un alto grado de empatía y comprensión del universo pero carecen de la experiencia sensorial y material de muchas especies. Por ello, la MMIE es obligatoria para ampliar la percepción a través de la experimentación. Los kionsinos creen fervientemente que el conocimiento no puede limitarse a ser simplemente algo teórico, sino que es algo que debe vivirse. 

– Fin de la intervención –

Seguía mirando por la ventana como pasaban los caballos. Estaba abierta y entraba una fresca brisa otoñal. Saludó a uno o dos vecinos. Su mente ya no era tan meticulosa, no tenía idea quiénes eran. Le alegraba que sus últimos suspiros terrestres sean allí, en una casita modesta, sola, en una época pre informacional. Solamente sus pensamientos y ella.  

Le era difícil rememorar todas las aventuras, eran tantas que se disolvían en su memoria y se fundían entre sí. Si alguien se acercaba y le pedía que le cuente la mejor anécdota o el aprendizaje más importante, no tenía respuesta. No había batallas épicas, romances incondicionales o excursiones insólitas. Había momentos, muy sutiles, que le evocaban sensaciones. Como el sentir la textura del tacto otro ser, el ardor de la piel al exponerse a la estrella más cercana y la adrenalina de sentir emociones como la alegría o el amor e incluso la tristeza o el enojo. 

Ahora entendía porqué. Recién en el ocaso de su vida humana, comprendía a qué había venido. Cerró los ojos plácidamente, dio un último suspiro y regresó. En el ínfimo instante previo a su partida, sintió un olor, pero era demasiado tarde, ya estaba camino a casa. Las galletas se habían quemado.