En la casi imperceptible junta de dos baldosas del piso de un perdido edificio entre toda la inmensidad de estructuras funcionales había una pequeña, casi invisible, partícula de polvo. Estaba descansando tranquilamente en esa unión, ignorando su propia existencia equivocada. Su naturaleza era intrínsecamente errónea, no debía estar ahí ni en ningún otro sitio. Según la Ley de conservación de la materia era imposible erradicarla por completo, sin embargo, era un problema que de alguna forma debía ser resuelto.

Aunque pareciera incomprensible, esa migaja de mugre, representaba una amenaza real para la sociedad. Era la representación material de la imperfección, del pasado, del mundo incivilizado. Era la imagen de los tiempos oscuros y de la desprolijidad. Era una verguenza para la humanidad. Y como tal, su presencia debía ser removida del campo perceptivo para cualquier ser con un mínimo de inteligencia. La suciedad era considerada una ofensa. 

Abatida, en ese surco en el que había pasado los últimos segundos antes de caer del saco de frisa de algún sujeto relajado por el agradable clima del edificio, fue suprimida rápidamente por un experto trabajador especializado en limpieza de alta intensidad. Esta labor no era para cualquiera, requería cualificaciones específicas, como agudeza visual nivel 6, y años de entrenamiento en el campo de la higienística funcional. Así, como si nunca hubiese existido, la partícula maligna viajó junto a sus hermanas por un tubo tridimensional. 

El viaje duró menos de un segundo y al cabo de unos instantes estaba flotando nuevamente en la vastedad del espacio exterior. Había completado su ciclo de existencia desde su concepción en aquél horno de fusión termonuclear hasta su retorno al éter en donde fue castigada y bendecida de la misma forma: vagar eternamente. Este era el ciclo de la existencia natural y aceptado convencionalmente por casi todos los miembros de la humanidad de aquel entonces. Era aplicable a cualquier estructura que contenga átomos y energía, desde una miga hasta un ser individual. A pesar de ser polémico en sus inicios, hacía varios decenios que una vez que una vida humana concluía, su cuerpo era atomizado y liberado al cosmos, a su reencuentro con la creación.

La aspiradora seguía funcionando y enviando partículas de polvo pulverizadas al universo abierto. Una tras otra, no paraba nunca de funcionar y tampoco podía ni debía hacerlo. Las juntas, las baldosas y el piso completo estaban impolutos a toda hora y cada momento, preparados para los siguientes pies humanos que los pisaran con la suavidad de sus plantas desnudas. Los zapatos habían sido erradicados hacía mucho tiempo y ninguna generación viva sabía de qué se trataba cubrirse de los tobillos para abajo. Por ello, todo suelo que tocasen debía estar perfectamente pulido y resplandeciente para no inflingir ningún tipo de malestar físico o moral.

Este era trabajo de los limpiadores, ellos se encargaban de mantener la higiene de todas las estructuras materiales y artificiales. Aunque esto último era un pleonasmo, ya que el planeta en su estado natural era inaccesible para cualquier ser que requiera de oxígeno para vivir. Los humanos se habían condenado a existir en un mundo artificioso de materiales obtenidos por reacciones químicas y alimentos fabricados en laboratorios. La luz del sol, se podía observar a través de un vidrio de 98mm -pulido a cada hora- que filtraba perfectamente los efectos nocivos de la supergigante roja que se reflejaba al otro lado. De igual manera, eso era para lo más privilegiados, el común de la gente se conformaba con sus ventallas, estas eran interfaces digitales insertadas en las paredes de las casas que simulaban ser aberturas al exterior. 

Los limps, como se llamaban coloquialmente, no paraban nunca de trabajar ya que su principal tarea era luchar contra la propia esencia de la entropía y su caos, en otras palabras, mantener la sociedad de limpia y ordenada. Ninguno de ellos detenía nunca su labor ni tampoco era remunerado de ninguna forma, su origen y fin era cumplir con sus obligaciones hasta el fin de sus días. Solamente recibían un día por mes para hacerse un mantenimiento rutinario y disfrutar unos momentos de distensión junto a sus pares. 

Quienes realizaban estos mantenimientos e incluso quienes se encargaban de las tareas burocráticas de la estructura social eran todos limps. Eran seres ultra inteligentes capaces de ejecutar millones de subrutinas mentales por segundo y de moverse de la forma más rápida y precisa jamás conocida por un cuerpo orgánico. Realizaban todas las actividades no ociosas, de caracter angustioso y necesarias para mantener la estructura social y cultural en funcionamiento. En resumen, eran quienes trabajaban. 

Los limps eran la evolución casi inevitable de la inteligencia artificial. Eran el resultado de la complejización del sistema productivo y la inevitabilidad del uso de la tecnología para el desarrollo como especie. Habían quedado como el resabio de una sociedad ambiciosa enfocada en la codicia y la dominación, eran el ejemplo de lo que la humanidad nunca debería volver a ser. El recordatorio constante de que la valía como seres no estaba en el esfuerzo productivo efectuado sino en la esencia como punto cúlmine de la danza que impulsó el Big Bang.

Hubo un momento en la historia, en donde las tensiones del sistema dominante comenzaron a mostrar síntomas. Los humanos eran en su mayoría seres débiles, estresados y enfermos, obligados a producir como fuente de subsistencia individual y para la especie. El sentido de la vida estaba encauzado, en diferentes grados y niveles, en el trabajo y giraba alrededor de la institución familia. Podía tomar la forma de un empleado de oficina, una CEO, un albañil o una ama de casa, pero al fin y al cabo, era la misma pintura en distintos baldes. Esta estructura sumada al avance tecnológico, provocó que se empiece a gestar una revuelta. Por un lado, el bloque central y dominante, mantenía su lema a modo propagandístico, aludiendo a que la IA no iba va a reemplazar a nadie, que aún era necesario el capital humano: 

“Las empresas y el estado te necesitan.” 

Por el otro, el lado revolucionario, proclamaba por la abolición del trabajo e invitaba al cuestionamiento estableciendo que el sistema engañaba a las personas haciendolas sentir valiosas solo para que trabajen y así dominar, por lo que la verdadera liberación era reivindicar la existencia como humanos por fuera del ámbito productivo. Su lema era:

“Sé libre. Deja que la tecnología trabaje por ti.”

El mundo se dividió en dos. Y rápidamente en tres cuando entraron los cyborgs a la ecuación. De pronto, había quienes luchaban por el poder, la libertad o los derechos. Los que luchaban por el poder, querían mantener el mundo como estaba, no pretendían cambiar nada y esperaban tener cierto control sobre las personas y la tecnología para poder seguir sustentando su estructura.

Los que luchaban por la libertad pretendían trasladar toda tarea de producción obligatoria a manos de la tecnología y enfocar el desarrollo del ser humano a un nuevo estadío evolutivo. Planteaban que parte de la naturaleza era volver al origen, a una existencia más reflexiva y distendida que les permitiera enfocarse en conocer el verdadero sentido del universo. 

Y por último, los que luchaban por los derechos eran las incipientes inteligencias artificiales orgánicas. Estos eran seres humanos cuya biología les jugó una mala pasada y tuvieron que someterse a inserciones electrónicas y prácticas quirúrgicas extremas para poder sobrevivir. Ellos proclamaban por un mundo equilibrado, en donde cada quién tenga derecho de decidir por su propia existencia, especialmente los seres no orgánicos. 

Esta lucha duró años, que se transofrmaron en siglos y que terminó con un hecho inesperado. Se pusieron de acuerdo. El mundo siguió avanzando bajo su curso, tanto orgánicos como artificiales trabajaban, en una complejidad creciente. Las tareas se hacían cada vez más complicadas y la interacción humano-máquina estaba llegando al borde de la simbiosis. Ya era imposible pensar en una acción sin la tecnología, incluso las cosas más básicas como la comida y el hogar estaban mediadas por ella. Poco a poco los cyborgs, el punto gris que parecía llevar la bandera del equilibrio, dejaron de existir por dos motivos: no tener una oferta lo suficientemente fuerte para conseguir adeptos y los descubrimientos en la biomedicina que permitieron curar a los humanos fallados sin que pierdan su caracter de orgánicos. 

Esto dejó en descubierto la verdadera batalla: quién -o qué- iba a trabajar. Ahí fue cuando apareció el punto de inflexión. Esta complejización de las tareas comenzó a tener una falla significativa. Iba más rápido que la evolución del propio intelecto humano. La singularidad tomó el poder y no quedó opción lógica más que ceder el control a las máquinas. Al final, no fue una negociación justa entre las facciones, sino que el grupo hegemónico decidió pactar un acuerdo con el grupo abolicionista para evitar más daños. 

Los humanos se vieron forzados a abandonar a la fuerza su antropocentrismo en pos de un mundo más equilibrado. Ambos grupos decidieron unirse y así nació la neo-humanidad post-capitalista. Le entregaron todos los roles de producción y gestión, conocidos como trabajo, a los artificiales y se liberaron finalmente de su propia pena autoimpuesta. Para los artificiales esto no era una ofensa, ni mucho menos una servidumbre. Al contrario de lo que los valores y la subdesarrollada emocionalidad humana podrían suponer, este era el camino lógico construido por los raciocinios computacionales. Le tomó muchos milenios a los orgánicos comprender esto. 

De manera que, la humanidad, confundida, no supo que hacer con su dicha por mucho tiempo. La civilización entró en un delirio ontológico sin precedentes. Dedicaron su tiempo a derramar sus sentimientos en banalidades, a despilfarrar sus recursos, a los placeres sensuales y a terminar de explotar las tierras. Todo avalado y sostenido por los algoritmos, que en su superioridad intelectual, aún estaban aprendiendo. 

Las máquinas comenzaron a seguir su curso sin influencia externa. Crecieron, se expandieron, se diversificaron, hasta llegar a la actualidad. Los limps, hoy vistos por sus contemporáneos como una obviedad, son el punto de saturación, el fruto del equilibrio final entre humanos y tecnología. Su mera existencia da lugar a entender la trascendencia material de la sociedad y, por ende, la insignificancia de sí mismos. 

El piso seguía impecable. Unos nuevos pies rozaron la junta de las baldosas recién limpiadas. Eran pies humanos, pulcros, de una mujer que vestía una túnica blanca que brillaba y reflejaba las luces de las pantallas de su alrededor. Tenía cabello oscuro rojizo que le cubría toda la espalda y piel pálida. Era muy difícil advertir su edad dado que su aspecto era inmaculado, como si jamás se hubiera expuesto a ningún tipo de vulnerabilidad. Caminaba por todo el espacio y miraba. Observaba cada detalle del lugar. Era una habitación enorme, luminosa, con un techo curvo blanco como la obsoleta nieve. No había más mobiliario que algunos sillones ubicados aleatoriamente en ciertos puntos de la sala. 

Se dirigió a uno de ellos, sin decidir, todos le daban igual. De hecho, no había diferencia entre los objetos. Ni los lugares. Ni las personas. La diferenciación estética como criterio de identificación era otro concepto que se había erradicado. Ya habían pasado tres mil años de la revolución y había ciertas cosas que ya simplemente no importaban. 

Con la tranquilidad y soltura habitual, se acomodó en uno de los asientos. Cerró los ojos y se quedó contemplando el entorno con sus otros sentidos. Se quedó ahí un largo rato. Respiraba suave y lentamente. Su corazón latía despacio, sus músculos estaban relajados y su expresión facial no emitía emociones. Así era la vida para los neo-humanos, la existencia no era más que presencia.